Por Miguel Angel Burciaga Díaz
Iré planteando estos artículos en función de las primeras impresiones que el público suele tener acerca de sus experiencias con la música contemporánea con la finalidad de que ustedes, queridos lectores, puedan acercarse a ella con otra predisposición o en su defecto, darle una segunda oportunidad a la nueva música.
Uno de los primeros desencantos del público respecto a la música contemporánea es la carencia de “melodía” y sin duda alguna es un factor que tiene mucho peso al momento de rechazar las nuevas estéticas sonoras desde las primeras audiciones.
Para las sociedades que crecemos en contextos culturales de tradición occidental, la mayor cantidad de música que escuchamos se guía por una línea musical que predomina por encima de las demás, la cual generalmente es fácilmente memorable y se impregna inmediatamente en nuestra mente y sensibilidad, que es lo que generalmente reconocemos como melodía.
Más allá que definirla desde un lenguaje académico implica un concepto más complejo, lo que nos interesa en este caso es la relación que tiene la audiencia y la melodía.
La melodía es generalmente uno de los primeros nexos musicales a los que se aproxima una persona, salvo algunas culturas que construyen su música tradicional con otros parámetros, nosotros desde que nacemos, a veces antes, somos expuestos directamente al factor melódico. Que quiero decir con esto, un bebé no se acerca de entrada a la música escuchando una ópera wagneriana, generalmente su primer acercamiento son las canciones que sus mismos padres les cantan y estas no son otra cosa que melodías. Así, sucesivamente conforme crecemos, nos rodeamos de centenares de canciones, donde nuestro vínculo esencial con ellas se basa en la melodía, que es justamente lo que recordamos de la canción, no solo al pensarla, sino al silbarla, tararearla o cantarla en el desarrollo de nuestra vida cotidiana.
Este nexo no es para nada una revelación, al menos no para la que fuera la industria de la música de masas, que desde los años 20’s con el nacimiento del radio y el gramófono creó uno de los negocios más redituables y lucrativos que hasta hoy no hace otra cosa que crecer exponencialmente. Lógicamente, como todo mercado de gran consumo, su prioridad es la eficacia de la producción y la multiplicación masiva de la misma, de modo que desde entonces se utilizó un formato de canción breve que desde las primeras canciones de jazz hasta el pop ultraprocesado por computadora que escuchamos hoy, no ha cambiado mucho.
La esencia de cualquiera de estas canciones es la melodía o el ritmo, parámetro que abordaré en otro artículo, si bien podríamos hacer una lista enorme de canciones preciosas, grandes intérpretes, brillantes compositores e incluso otras que marcaron generaciones enteras, el modelo de canción propuesto a través de la industria que por un lado expandió las posibilidades de acceso al esparcimiento musical del público, por otro, redujo las facultades sensibles del oído de la audiencia, que automáticamente se enfoca en la melodía e ignora o al menos no le presta la misma atención a otros aspectos musicales tales como matices, timbres, mixturas, forma, armonía, contrastes, alturas, duraciones, entre otros.
La música académica siguió su curso evolutivo, que como mencioné la semana pasada, está vigente hoy en día, pero sus características no coincidían con las duraciones de las canciones y con ese apego indispensable a melodía-ritmo que se impuso en la gran industria, de modo que fue segregada del gusto de las grandes audiencias.
La melodía es un parámetro fundamental en gran parte de la música académica de la tradición previa al siglo XX, sin embargo, los grandes compositores no se limitaron a ella como lo único esencial, ya que trabajaron con gran calidad el resto de los parámetros. Aún así, la industria musical, estableció un conjunto de obras de música “clásica” que se adaptaban al formato de la canción comercial, ya sea por su melodía o por su ritmo y son generalmente esas piezas por las que el gran público suele acercarse a la gran música, tales como algunas arias de ópera, los nocturnos de Chopin, los valses de Strauss o las estaciones de Vivaldi. Sin embargo, más allá de la belleza de estas obras, no representan ni la décima parte de lo que implica el verdadero universo de la música académica, donde se explotan otros parámetros musicales y que una vez que el público se va acercando a ellos, comienza a explorar otras regiones y posibilidades sensibles de las facultades de su oído.
El público fue distanciado de la música académica, pero esta siguió avanzando y diversificándose, de modo que uno de los pasos obvios de la nueva música que apareció desde las primeras décadas del siglo XX, fue explotar cualquier parámetro musical con la misma jerarquía e incluso aspectos como el timbre o los contrastes llevarlos a un extremo donde tuvieran más preponderancia que las célebres melodías.
En resumen, si tenemos una música sin melodía o con una melodía que no se parece a lo que creemos que es una melodía y esta se le presenta a un público que espera melodías, la aversión de los receptores hacia ella es obvia.
La música contemporánea se construye con muchísimos otros aspectos que escapan de estos convencionalismos impuestos desde la industria, por lo que, recomiendo estimados lectores, que lejos de prejuzgar esta música por no seguir la ruta melódica, acepten ello de antemano y traten de que su oído siga otros caminos en los sonidos que se les proponen, siendo este el primer consejo para empezar a empatizar con la riqueza del nuevo repertorio.
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