Por Miguel Angel Burciaga Diaz
Hacia comienzos del siglo XX Estados Unidos era una nación imponente desde su riqueza económica y sin duda alguna había justificado su posición como una potencia mundial, sin embargo, para los imperios europeos que aún estaban vigentes previo al estallido de la Gran Guerra, si bien no podían ignorar su creciente influencia política y económica, la veían como una nación inferior en materia cultural.
Tal vez por un resquicio de haber sido una antigua colonia británica la nación norteamericana trataba de compararse y mostrarse igualmente importante en todos los parámetros a sus pares europeos y en el afán de competir artísticamente con los creadores del viejo continente, siguieron dos caminos en las artes, incluso en la música. Por un lado, dominar las técnicas compositivas más complejas y avanzadas de Europa para competir con ellos y por otro crear sus propios lenguajes estéticos desprendiéndose de las tradiciones europeas.
En el afán de alcanzar los niveles europeos, el Conservatorio de Nueva York llamó como director nada menos que al gran compositor checo Antonín Dvorak, alumno de Brahms y probablemente el músico más célebre de su nación en la historia, el cual si bien tenía una formación excesivamente tradicionalista, al estar en el Nuevo Mundo se enamoró de los sonidos de la música nativa americana e incluso brindó a las nuevas generaciones de músicos un consejo célebre hasta nuestros días cuando les dijo que ellos iban a encontrar su identidad musical cuando le dieran el lugar que les correspondía a la música proveniente de las comunidades afroamericanas.
El consejo dio excelentes resultados pues los géneros más importantes de la música popular americana nacieron de esas comunidades, tales como el jazz, el blues e incluso más recientes el rock y el pop, que son dominantes hasta el día de hoy en el gusto de la gente y en los intereses profesionales de músicos de todo el mundo. Sin embargo, para las dos primeras décadas del siglo XX la música, académica estadounidense no tuvo el mismo éxito explosivo que el jazz que rápidamente arrasó en todas las radioemisoras del orbe, probablemente porque seguían esperando un reconocimiento europeo y por ende se ajustaban a los cánones occidentales aún dentro de las vanguardias.
Sin embargo, en algún punto, nuevos artistas tomaron conciencia que una nación tan poderosa como la que se estaba conformando en Estados Unidos podía perfectamente tener un criterio de validación estética totalmente independiente de lo que se pensara del otro lado del Atlántico, de modo que los compositores empezaron a crear música con mayor libertad, lo cual si bien no produjo en el momento obras de gran impacto para el escenario mundial, atrajo la atención de jóvenes compositores europeos que no empatizaban ni con la tradición ni con las vanguardias que predominaban en sus tierras.
Entre estos jóvenes destaca el compositor Edgar Varèse quien dejó su natal Francia e incluso destruyó todas sus obras de juventud para iniciar un nuevo camino creativo en América. Si bien estaba imbuido de los lenguajes más avanzados de entonces de la mano de autores como Debussy o Stravinsky, su visión del timbre y del ritmo necesitaba una ruta mucho más personal y el ambiente sin cánones que tomaba fuerza en Estados Unidos le permitió progresar a pasos agigantados.
Este compositor tenía además un especial interés por la química, los recientes descubrimientos de la teoría atómica y los avances tecnológicos. Este interés científico terminó por convertirse en una de sus principales fuentes de inspiración en su afán de desarraigar su sonido de las tradicionales referencias musicales de las cuales ni las mismas vanguardias europeas escapaban fácilmente.
Influenciado por el futurismo y los esquemas que teorizaban sobre como los elementos de una molécula intercambiaban cargas eléctricas, es decir, se ionizaban, logró concretar una de sus principales obras: “Ionisation”, compuesta en 1931.
Esta obra fue considerada por mucho tiempo la primera pieza compuesta para ensamble de percusiones, sin embargo, es importante saber que un año antes se habían estrenado las rítmicas 5 y 6 del compositor cubano Amadeo Roldán, así como el segundo movimiento de la primera sinfonía de Alexander Tcherepnin, una pieza breve íntegra de percusiones. Pero a diferencia de lo que mucha gente piensa, la obra de Varèse no cobró importancia por inaugurar la música de percusiones, sino por ser la primera en trabajar tímbrica y rítmicamente el ensamble de percusión sin hacer referencia a pies rítmicos provenientes de danzas tradicionales o referencias de música militar, como era el caso de los compositores mencionados anteriormente.
Siendo una pieza de no más de 6 minutos de duración la obra está escrita para 13 percusionistas, sin embargo, requiere de un total de 40 instrumentos diferentes repartidos en todos los intérpretes. Algunos elementos ni siquiera son instrumentos musicales como es el caso de los yunques o las sirenas, los instrumentos de placas, a pesar de tener alturas definidas no realizan ningún tipo de secuencia melódica reconocible, sino que ajustan su sonido en función de la masa sonora del ensamble e incluso el piano no requiere de un pianista como ejecutante, sino que se le anexa como un instrumento más de percusión al intérprete número 13.
A través de diversos patrones rítmicos la obra nos permite percibir una maravillosa mezcla tímbrica que sigue asombrando a los oídos actuales, siguiendo un interesante camino de acumulación de tensión sonora que probablemente trata de magnificar los choques eléctricos entre las partículas subatómicas.
Esta obra tuvo una gran repercusión en su momento y naturalmente abrió las puertas para la exploración de la música para percusiones que daría al mundo durante el resto del siglo obras impresionantes de la mano de autores como Cage, Feldman, Xenakis, Stockahusen, Chávez o Revueltas, tan solo por mencionar unos pocos.