Por Juan Carlos Gutiérrez Barraza
Todavía recuerdo su sonrisa, esa alegría contagiosa y el modo en cómo me veía diciendo que la vida estaba fuera de mi cabeza, que dejara de pensar y me pusiera a ver el jardín. Hay amores que se quedan con huella marcada en el corazón, seres que nos huelen el alma y son compasivos con toda emoción; cariños sin filtrajes o apariencias, forjan lazos que nos fomentan la vida, esos que nos hacen sentir los detalles que brillan por cuenta propia en el mundo.
Ella me guiaba como pastor a su rebaño, me indicaba el camino llegando a casa, muchas veces mostraba esa cara que juega con tu corazón, los ojos que dicen que hay que “tomarse el pelo” y mejor cantar si la adversidad toca; ese mirar “escurrido” que templa la confianza al viento y disuelve la tristeza.
Penny sembró esperanza de la buena, esa que agradece de una vez lo esperado (Fe), enseñó más que cualquier maestro a calmar las tormentas e invocar las estrellas para que se acerquen iluminando puntos ciegos. Todos deberíamos darnos la oportunidad de amar hasta los huesos, sin arrepentimientos, sin postergaciones, sin recatos, sin temores, con pasiones que curan, de ser posible con medicina de cuatro patas y lengûetazos de amor.
No me despido de ti mi “cola plumero” porque poco le creo a la muerte, porque seguro escucharé tu arrastre de “pata pantufla”, porque abrazarás a distancia como solo tú sabes hacerlo, con garra, con gana, con esa sonrisa mágica y poderosa que cargaré en mi memoria como algo sagrado que se guarda en silencio.