Por Juan Carlos Gutiérrez Barraza
Leer es ya un acto de pensar sostienen muchos fanáticos de las emociones ajenas. La glosa, las palabras, los términos prefiguran semióticas y semánticas en mestizaje de signos y significados que recrean una imaginación en acción constante, esa posibilidad de hacer e hilvanar mundos privados que hacen placer cuando buscan respuesta en el corazón, en el sentir, pues es el sentimiento (para bien o para mal) el principal protagonista de nuestras vidas, la energía misma que genera el funcionamiento global en todas sus aristas.
La lectura ha sido el motor en la construcción de sociedades es la ficción o fantasía humana y su despliegue físico, ha sido el modo de conocer y conservar lo aprendido, es la manera de decirnos tanto en lo interno como lo externo, es el campo donde se gesta el símbolo creador de todo tipo de credos que le siguen ritos siendo alegría, expresión y consuelo en la especie. Involucrarse en la concentración mental que supone la lectura es un ejercicio muscular que en muchas ocasiones evita la violencia y crueldad que la compulsión ignorante procura, en su contrario, también podría ser la voluntad de vivir de imágenes (ideas, aparato televisor, aparato telefónico) y no de la experiencia directa con la realidad, sin embargo, funge también como caldero primordial para respaldar el “caminar” humano.
La preservación de nuestras mentes es una labor importante de la lectura; entrena la observación ingeniosa y sublime para protegernos de la publicidad o promoción mentirosa, de las dobles verdades que tanto nosotros como los demás nos quieren hacer creer, libera de “prisiones” sociales heredadas que no corresponden, inquieta la virtud de crear viajando a través de ensueños, nos permite incluso diferenciar entre el absurdo y la certeza de los discursos de conocimiento oficiales; nos sana de la impronta de la naturaleza brusca y nos construye la sutilidad de vivir.