Mosaico Cultural | Durango: Altivez Sentida

Por Juan Carlos Gutiérrez Barraza

Hay historiadores que sostienen que la memoria podría “rebotar” de cualquier rincón físico absorbente de hechos. Existen pueblos que producen imágenes exageradas de sí mismos; comunidades que se tienen por sagradas en su haber y que poco ven a la otredad diversa en natura. Son milenios los que respaldan a la especie en esa vanidad creciente que produce signos sentidos como folclor auténtico y propio.

En el curso de los días, damos cuenta de los conflictos que se generan cuando las apariencias altivas se encuentran cara a cara; la virtud de “escucha” desaparece, la actitud concursante crece inconmensurablemente, los sujetos (sujeción a…) dejan de serlo para convertirse en algo así como entidades inmutables a la idea de suyo que tienen en orgullo y vanidad.

Cuando alguien se platica distinto en su interioridad; cuando se suprime el pensamiento (conjetura) sincero y se opta por una imaginación que no pertenece a una realidad compartida,  entonces se miente a alcances que  pervierten toda idea de reconocimiento, fraternidad, empatía, comunidad, diálogo y esperanza por un entendimiento común.

Hace centurias que en Durango se encontraron dos mundos tan diferentes en costumbres y credos, dos culturas tan icónicas en su presunción y jactancia que se enfrentaron en sus aspectos más delicados como sociedades, el País Vasco (Euskadi) y la comunidad nativa O ́dam  (Tepehuanes-os) han sido un constructo fusionado colapsante e inconsciente en la producción onírica de apariencia rígida que no permite juicio alguno denostable; la competencia entonces llega a lo infantil y paraliza cualquier intento de unión por el objetivo de algo, se monumentaliza la individuación y no el colectivo, se extrema ilimitadamente la soberbia vestida de gentileza y se trastorna el estudio de la identidad pragmática por el de la comparación teórica. Durango es sinónimo de sincretismos y contrastes históricos agresivos, que dan como resultado a un pueblo hermético y conservador que ignora su mentalidad en abstracto que concursa por un “deber ser”, en muchas ocasiones ambiguo,  llevando a su gente a exigir lo que no puede encontrar en su ordinario quehacer.

Es aquí en estas tierras donde crecen las coníferas  y las montañas surgen como deidades protectoras, donde la susceptibilidad general desborda también la ternura y el apoyo mutuo cuando las circunstancias lo ameritan. Durango de celajes crepusculares y de silueta cordial es todo un lugar para forjar templanza y cariño por la nostalgia dulce que suponen sus calles y caminos, allí donde reaccionan los cuentos e historias que siguen susurrando la leyenda y el mito de vivir “más allá del agua”.

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